martes, 2 de julio de 2013

De cómo Leopoldo II se hizo con el corazón de África

Reparto colonial de África en 1914
Reparto colonial de África en 1914.
Imagen tomada de How Stuff Works.
Mirad un momento el mapa de la derecha. Los colores indican el reparto de África por las potencias europeas justo antes de la I Guerra Mundial. Predominan el rosa y el verde de Gran Bretaña y Francia, respectivamente, junto algunos toques de amarillo (Alemania), verde oscuro (Portugal) y otros colores menos importantes.

Y en pleno corazón de África nos encontramos con una anomalía, una mancha de color marrón claro que ocupa gran parte de África central y que, según la leyenda, corresponde a Bélgica. Una de las zonas más ricas del continente en manos de un país de segunda fila.

Pero esto, aunque extraño, no es lo más curioso. Lo realmente sorprendente es en su origen el gobierno de este inmenso territorio no correspondía a Bélgica como país. Durante años el Congo fue la posesión de una única persona, una finca de miles de kilómetros cuadrados que gobernaba sin dar cuentas a nadie.

Esta es la historia de cómo esta anomalía se hizo posible y cómo el rey Leopoldo II de Bélgica logró engañar y manejar a los mayores poderes de su época hasta hacerse con el corazón de África central.



Un empate aparente


Mapa de la presencia europea en África en 1880
La presencia directa europea en África en 1880
era escasa y no había interés por aumentarla. (fuente).
Aunque pueda resultar difícil de creer tras el ver mapa anterior, tan sólo treinta años antes casi todo el África subsahariana era aún territorio inexplorado. La grandes potencias europeas tenían otras preocupaciones y eran otros los escenarios donde se disputaban la supremacía. Entre los pocos que eran conscientes del potencial que escondía el interior del continente se encontraba Leopoldo II, rey de una Bélgica que había alcanzado hacía poco su independencia.

Para no levantar las suspicacias de sus poderosos vecinos, Leopoldo II se sacó de la manga una filantrópica Asociación Internacional Africana (AIA) con la misión de expandir la civilización y combatir el comercio de esclavos. La asociación fue todo un éxito y bajo su coartada envió una expedición con el verdadero objetivo de hacerse con los derechos exclusivos de comercio en la cuenca del río Congo, que se creía llena de riquezas. Sin embargo la expedición acabó en una desagradable sorpresa al llegar a su destino y encontrarse ondeando allí una bandera de Francia (para una descripción más detallada de los acontecimientos visitad mi anterior entrada: La gran carrera por el Congo).

Así que la situación en 1882 era de un aparente empate. Los franceses habían firmado acuerdos exclusivos de comercio con las tribus de la orilla norte del lago Malebo (entonces lago Stanley), mientras que la expedición de Leopoldo II hacía lo mismo con las tribus del sur. El lago Stanley era la pieza clave para dominar África central. Desde él hasta la desembocadura del Congo discurren 250 kilómetros llenos de rápidos y cataratas. Pero en dirección hacia la fuente del río se abren miles de kilómetros navegables que convertían al Congo y sus afluentes en la única ruta viable para explotar las riquezas del interior.

Leopoldo II tenía un punto importante a su favor, y otro aún mayor en contra. Por el lado positivo contaba con que el jefe de la expedición francesa, Pierre Savorgnan de Brazza, había vuelto a Francia dejando su campamento (que luego se convertiría en Brazzaville) en manos de sus subordinados senegaleses. Este vacío lo aprovechó Leopoldo II haciendo que su agente allí, el famoso explorador Henri Morton Stanley, para que se adentrara río arriba firmando cuantos tratados pudiera hasta hacerse con el control de la zona.

Pero esta aparente ventaja escondía también su principal debilidad. Los tratados que firmaba Stanley eran en nombre de una asociación (el gobierno belga había dejado muy claro que no quería saber nada de aquella aventura), y una asociación no puede hacer reclamaciones de soberanía. Mientras que si la asamblea francesa ratificaba los tratados firmados por Brazza y decidía intervenir en el territorio Leopoldo II no podría sino contemplar como le arrebataban todo lo que había logrado hasta entonces.

Sin embargo el rey estaba confiado: los tratados sólo tendrían valor tras ser ratificados en París. Y ahí estaba su gran fortuna dispuesta a comprar cuantos hombres y voluntades fueran necesarios para evitarlo.


Un héroe para Francia


El 1882 Brazza llegaba a Europa en un vapor que cubría la ruta comercial entre Gabón y Liverpool. Agotado tras un viaje de dos años y medio por el interior de África, sufriendo de malaria y sin una moneda en el bolsillo, se dirigió al cónsul francés en la ciudad. Éste telegrafió al Ministerio de Marina pidiendo instrucciones. La respuesta fue: "Urge pague pasaje para repatriar a Brazza del modo más barato posible".

¿Esa era la forma que tenía Francia de recompensar a quién había llevado su bandera por territorios inexplorados? Aunque pudiera parecer un recibimiento duro tampoco podía decirse que fuera inesperado. Había muchos en el gobierno de su país que consideraban su gesta como un gasto inútil de recursos en una zona del mundo de nulo interés estratégico. Si Brazza había logrado poner en marcha su expedición había sido gracias a las poderosas influencias de su familia, y había quien aún le guardaba rencor por ello.

Leopoldo II era consciente de ello y pensaba explotarlo para impedir que se ratificara el tratado. Contaba con agentes en el país y dinero para sufragar campañas y comprar conciencias. Pero en sus cálculos no entró una variable que resultó decisiva: el propio Brazza y como su encanto le permitió convertirse en el héroe por el que Francia llevaba tiempo suspirando.

Pierre Savornang de Brazza
Pierre Savornang de Brazza fotografiado
por Paul Nadar (fuente).
Los franceses aún no habían tenido tiempo de recuperarse de la humillación sufrida once años antes una  naciente Alemania. Entonces no sólo habían perdido parte de su territorio, sino también su orgullo de gran potencia. Y entonces aparece un joven y atractivo explorador, que con un exótico acento italiano empezó a dar conferencias sobre cómo había llevado los ideales de la República al interior del continente negro, liberando esclavos y extendiendo la civilización para mayor gloria de Francia. Todo ello al tiempo que adelantaba y humillaba a la expedición comandada por un pérfido inglés. 

Que Stanley fuera estadounidense de adopción y que la expedición estuviera pagada con dinero belga era secundario, lo importante para Francia era que al fin tenía un héroe del que enorgullecerse y una noble misión que la ponía a la vanguardia de las naciones civilizadas. Y luego estaba el detalle de todas esas riquezas, oportunamente exageradas por un exultante Brazza, esperando a ser explotadas, claro.

Sin que sus protagonistas fueran conscientes, en este momento se estaba produciendo un cambio que tendría enormes consecuencias para la historia de ambos continentes. Por primera vez la población de un país europeo volvía su vista hacia el África subsahariana para verla no sólo como una tierra de oportunidades, sino como un lugar donde probar su estatus de gran potencia.

A Leopoldo II no le quedó más que contemplar impotente como la asamblea francesa ratificaba en octubre de 1882 el tratado que consagraba la penetración francesa en el Congo. Lo que no sabía es que este era sólo el primer paso en un conflicto que acabaría enfrentándole a las principales potencias de la época.


Leopoldo II contra todos


El impacto de la ratificación del tratado que plantaba la bandera francesa en el interior de África central fue extendiéndose por las cancillerías europeas. Pero el lugar donde fue recibido con mayores suspicacias fue en la mayor potencia marítima y comercial de la época.

Hasta entonces Gran Bretaña había seguido una política basada en la penetración económica sin dominio directo, con barcos británicos comerciando a lo largo de las costas de África. Y si había alguna tribu local que no estaba dispuesta a reconocer los beneficios del libre comercio siempre se podía enviar un barco de guerra para ayudarle a reconsiderar su postura. Así todos ganaban: la industria británica tenían otro mercado, aunque secundario, para sus productos, y la corona no tenía necesidad de embarcarse en costosas aventuras coloniales.

Pero en este beneficioso esquema había lugares donde los comerciantes ingleses no eran tan bien recibidos. Por ejemplo, aquellos donde ondeaba la bandera francesa, una de las administraciones más proteccionistas de la época.

Que unos enemigos declarados del libre comercio (léase el comercio inglés) pudieran hacerse con el control de las supuestas riquezas de la cuenca del Congo era una situación intolerable. Su reacción fue apoyar la reivindicación de Portugal sobre las tierras a ambos lados de la desembocadura del Congo. Reinvindicación que los mismos ingleses habían estado ninguneando durante más de medio siglo, todo sea dicho.

El tratado negociado con Portugal garantizaba a los comerciantes británicos el libre acceso a la desembocadura del Congo, desde donde podían intentar contrarrestar la influencia francesa. Pero para Leopoldo II significaba arrebatarle su única salida al mar, condenando toda la empresa al fracaso.

Los franceses reaccionaron a la injerencia británica con una búsqueda de alianzas que los echó en brazos de la que hasta entonces había sido su enemiga, una Alemania deseosa de cerrar las heridas de la guerra y que empezaba a contemplar la posibilidad de reclamar su parte en el reparto de África.

En sólo cuatro años la cuenca del Congo había pasado de ser un territorio ignorado por todos a convertirse en motivo de enfrentamiento entre las potencias europeas. Atrapado en medio quedaba el proyecto de Leopoldo II, el primero en apostar por la región y que ahora corría el riesgo de perder las cuantiosas inversiones realizadas hasta entonces.

Había de ser en estos difíciles momentos cuando el rey belga se revelaría como un prodigioso político, un intrigante avezado que lograría volver a unos contra otros haciendo realidad lo que en ese momento parecía imposible.


Un país inventado: el Estado Libre del Congo


La primera jugada maestra de Leopoldo II había sido crear una asociación filantrópica que recibió el aplauso del mundo y utilizarla para lograr acuerdos de comercio en su exclusivo beneficio. Ahora que esos acuerdos se habían vuelto inútiles recurrió a un nuevo golpe de efecto. Francia no podría reclamar la soberanía sobre la cuenca del Congo si allí existía ya un estado. En Bruselas, a más de seis mil kilómetros de lo que debía ser su territorio, nació el que sería el Estado Libre del Congo.

Bandera del Estado Libre del Congo
Bandera del Estado Libre del Congo, tomada
del antiguo reino de Congo en Angola (fuente).
Leopoldo II volvió a enviar a Stanley al Congo con instrucciones de conseguir nuevos tratados que cedieran la soberanía del territorio a la recién creada Asociación Internacional del Congo (AIC), que no era más que un eufemismo tras el que se ocultaba el propio rey. Pero para que un estado exista en algo más que sobre el papel necesita que el resto de naciones le acepten como tal. 

El primer reconocimiento vino del otro lado del Atlántico. Agentes de Leopoldo II presentaron la idea en EEUU jugando la que había de ser su mejor baza de ahí en adelante: el Estado Libre del Congo era la única forma de que las ricas tierras de la cuenca se abriesen al comercio internacional en lugar de convertirse en coto exclusivo de alguna nación europea. La AIC prometía a un mercado abierto a los productos estadounidenses, al tiempo que combatía el comercio de esclavos en el interior de África. Además el nuevo país contaría con una Constitutión que tomaría como ejemplo la de EEUU.

Los congresistas y senadores estadounidenses se dejaron convencer por las bellas palabras de los agentes de Leopoldo II y votaron el reconocimiento del nuevo estado en abril de 1884. En ningún momento del debate los representantes estadounidenses tuvieron claro que estaban votando a favor de la recién creada AIC en lugar de la filantrópica y realmente internacional Asociación Internacional de África a la que había sustituido.

Pero el mayor éxito del rey fue fruto de una genial jugada que descolocó al resto de gobiernos implicados. Francia estaba convencida de que el siguiente paso de Gran Bretaña, tras pactar con Portugal el acceso a la desembocadura del Congo, sería hacerse con los territorios en manos de la AIC. Así que el gobierno francés se puso en contacto con Leopoldo II ofreciéndose a respetar el territorio de la Asociación a cambio de que se comprometiera a no vendérselo a los británicos. Los franceses, como el resto de países implicados, consideraban inviable el proyecto del rey, que estaba devorando su fortuna personal obligándole a pedir créditos cada vez mayores para mantenerlo.

Leopoldo II vio una oportunidad y decidió subir la apuesta: a cambio de del reconocimiento del Estado Libre del Congo estaba dispuesto a cederle a Francia el derecho de adquisición preferente en caso de venta. El primer ministro francés se lanzó de cabeza sobre lo que consideró un negocio redondo, que de un plumazo le colocaba por delante de Gran Bretaña, Portugal e incluso Bélgica, que hasta entonces parecía la heredera natural. En abril de 1884 se firmaba el acuerdo. Sin embargo, lo que parecía una victoria de la diplomacia francesa en realidad suponía el principio del triunfo de Leopoldo.

Uno de los lugares donde más efecto causó la noticia fue en Gran Bretaña, donde se consideró casi como una traición por parte del rey belga. Sin embargo los agentes del rey se encargaron de dar la vuelta a la situación: si la alternativa al libre comercio que ofrecía el Estado Libre era la proteccionista Francia, ¿qué mejor para el comercio inglés que asegurarse de que el nuevo país no fracasara? Esto significaba dar marcha atrás en el apoyo a Portugal en la zona. Un apoyo que además contaba tanto con la oposición de las otras potencias como con una fuerte contestación interna: los comerciantes ingleses desconfiaban de un país con aún peor fama de proteccionista que Francia, y las sociedades abolicionistas no querían tratos con un gobierno que aún comerciaba con esclavos. Ambas campañas estaban generosamente financiadas por el propio rey belga.

Ante la presión exterior e interior el gobierno británico decidió no llevar al Parlamento la ratificación del tratado. El monarca había conseguido eliminar una de las principales amenazas a su proyecto, pero éste aún necesitaba superar dos escollos más antes de ser viable: fijar de sus fronteras y el reconocimiento de las dos potencias que aún no lo habían hecho: Gran Bretaña y Alemania
.


La conferencia de Berlín y el triunfo de Leopoldo II


En 1884 se celebró en Berlín una conferencia que debía servir para limar los roces que estaban surgiendo en Europa, principalmente entre Gran Bretaña, Francia y Alemania, a cuenta del incipiente reparto de África Occidental. Entre los dieciséis países invitados no se encontraba el Estado Libre del Congo, pero Leopoldo II contaba con la delegación belga y su red de agentes para manejar la reunión a su favor.

Conferencia de Berlín para el África Occidental 1884 (fuente)


Tan sólo una semana antes había logrado otra gran victoria: Alemania había reconocido al nuevo estado. De nuevo la clave estaba en el tratado de venta preferente a Francia. El canciller Bismarck no se fiaba del proteccionismo del que entonces era su aliado, así que exigió al rey que garantizase el acceso libre de los comerciantes alemanes a su territorio, y que en caso de venta esta condición debía estar reflejada en el contrato para el nuevo propietario. A cambio Bismarck le permitiría fijar las fronteras a su antojo.

Leopoldo vio la oportunidad y sobre el mapa de África trazó unas fronteras casi irreales que abarcaban la mayor parte del África central. A pesar de lo ambicioso de la propuesta Bismarck le dio el visto bueno. En realidad el canciller también dudaba que el nuevo estado llegara a ser viable, pero no podía dejar pasar la oportunidad de utilizarlo como una baza a la hora de negociar otros asuntos de más interés para su país.

Fue Bismarck el que presionó a los británicos para que reconocieran al Estado Libre del Congo como alternativa al dominio francés. En Londres tenían constancia de que la libertad comercial que propugnaba Leopoldo II no era más que una fachada, pero necesitaban de la neutralidad de Alemania y, de nuevo, cualquier cosa era mejor que Francia.

Todos estos movimientos habían descolocado al gobierno francés. De repente había pasado de pensar que habían hecho un gran acuerdo apostando por el fracaso de Leopoldo II a encontrarse con todas las demás potencias haciendo lo posible por que el nuevo estado fuera un éxito. Contraatacaron alegando que los tratados firmados por Brazza incluían no sólo la orilla norte del Congo, sino también la sur, incluyendo el territorio donde se encontraba Leopoldville, la capital del Estado Libre.

Pero aquí volvió a ponerse de relieve la habilidad del rey belga. Había encargado a Stanley firmar acuerdos con las tribus situadas a espaldas de la colonia francesa, rodeándola y aislándola de sus bases en Gabón. París tuvo que resignarse a abandonar sus pretensiones en la orilla sur del Congo a cambio de que Leopoldo les cediera este territorio.

Los franceses no se dieron por vencidos y se aliaron con Portugal para cerrarle la salida al mar al nuevo estado. Pero a estas alturas Bismarck ya estaba harto de las discusiones sobre el Congo. Presionó a Francia para que retirase su apoyo a Portugal y obligó a que estos llegaran un acuerdo para repartirse la desembocadura del río con Leopoldo.

A modo de final bufo, los portugueses reconocieron a Bismarck que su pueblo nunca admitiría el tratado a no ser que lo vendieran como una imposición. De acuerdo con los negociadores lusos Bismarck envió un ultimátum al gobierno portugués que pudo así hacer pasar el acuerdo ante su pueblo como algo inevitable.

Al terminar la conferencia nadie tenía dudas de quién había sido el gran beneficiado de la mesa. Leopoldo II había creado de la nada un nuevo estado en el corazón de África: más de dos mil kilómetros cuadrados, siete veces del tamaño de Bélgica, que le pertenecían en exclusiva.

Mapa actual de la República Democrática del Congo, heredera del Estado Libre del Congo (fuente). La orilla norte quedó en manos de Francia y se convertiría en la República del Congo. Las capitales de ambos estados, Kinshasa (antes Leopoldville) y Brazzaville, respectivamente, se construyeron sobre los campamentos que Stanley y Brazza levantaron a ambas orillas del río. Situado entre ambos países hay una pequeña porción de Angola, consecuencia del acuerdo al que llegaron Leopoldo II y Portugal al repartirse la desembocadura del río.


Epílogo


Leopoldo II se había destapado como uno de los grandes políticos de su tiempo logrando algo que había parecido imposible. Poco después se haría coronar como rey soberano del Congo y empezaría una carrera por recuperar las cuantiosas inversiones que había realizado. Pronto se arrancó la careta del libre comercio y se reveló como un monopolista aún más terrible que Francia, para estupor de aquellos que le habían apoyado.

Su ambición y las fuerzas que había contribuido a poner en marcha desembocaron en una carrera por el reparto de África cuyas consecuencias aún se dejan notar en nuestro días. Entre las más terribles fueron precisamente las que sufrieron los habitantes de este irónicamente llamado Estado Libre del Congo, que fueron víctimas de uno de los primeros genocidios del siglo XX provocado por la descarnada ambición del rey.

Aunque ya hablaremos más tranquilamente de esto en una próxima entrada que cerrará la trilogía dedicada al nacimiento del Congo: El horror: las manos amputadas del Congo.




Entradas relacionadas: 

Fuentes:
  • The Scramble for Africa. White Man's Conquest of the Dark Continent From 1876 to 1912, de Thomas Pakenham. 
  • Africa. A Biography of the Continent, de John Reader.

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