jueves, 14 de julio de 2016

Corsarios, comerciantes y contrabandistas, una separación bastante porosa

Recientemente he terminado de leer Piratas: filibusterismo y piratería en el Caribe y en los Mares del Sur (1522-1725), de Jean-Pierre Moureau. Y aunque no me ha terminado de convencer sí he descubierto algunos datos que me han resultado bastante curiosos, de esos que según leía iba pensando esto tengo que contarlo en el blog. Por cierto, que aunque de Moureau se vende como un análisis de la piratería en general, en realidad se centra en los corsarios franceses, así todo lo que voy a contar se refiere a este país y al periodo que abarca los siglos XVI y XVII.

Para empezar hay que distinguir entre corsarios y piratas. Por si alguien no lo tiene claro, un pirata sólo busca su propio provecho, asaltando, robando y matando para conseguirlo, mientras que el corsario... bueno, el corsario sólo busca su propio provecho, asaltando, robando y matando para conseguirlo. La diferencia es que el corsario tiene permiso: una patente de corso por la que el rey, a través de un almirante o gobernador, le autoriza a atacar barcos, ciudades o haciendas de sus enemigos. Mientras que el pirata es la escoria de los mares, perseguido por todos, el corsario es (o se supone) un honrado emprendedor que ha visto una oportunidad de negocio al tiempo que cumple con un servicio hacia su país. País que, de camino, cobra impuestos sobre el botín conseguido.

Marooned (close up)
Pirata abandonado en una costa perdida, un castigo reservado a aquellos que se rebelaban o cometían alguna falta grave. Debía ser bastante habitual, pues lo ingleses llegaron a acuñar un término para designar la acción: marooning (dibujo de Howard Pyle).

Corsarios y comerciantes


Una cosa que he descubierto con la lectura es que, aparte de los corsarios de guerra, había otro grupo bastante más minoritario que acababan en el corso casi sin haberlo buscado. Lo formaban comerciantes cuyo barco había sido asaltado por fuerzas extranjeras. El agraviado podía presentar su caso ante las autoridades y, tras un proceso que podía alargarse meses, si estas juzgaban que, en efecto, el ataque había sido injusto le entregaban una carta de represalia que le autorizada a recuperar lo perdido tomándolo por la fuerza del país agresor. Pero no así a lo loco, que aquí somos gente honrada (que autorizamos a asaltar a cualquier barco o ciudad sin provocación previa, pero honrada): sólo podría ejercer el corso hasta saquear, perdón, hasta resarcirse de una cantidad igual a la que se había juzgado como perdida. Además a la vuelta debía presentar sus capturas para que la autoridad le diera el visto bueno (y cobrar su parte, que aquí no se daba nunca puntada sin hilo).

Estos patentes de corso a modo de represalia podían darse incluso durante periodos de paz. Aquí uno puede preguntarse (al menos yo lo hice): si habían acabado las hostilidades, ¿cómo se había producido el agravio original? Y no menos importante, ¿no echarían a perder este tipo de acciones la paz tan duramente conseguida?


El asunto tiene algo de truco: en un par de tratados entre España y Francia se fijaron (por escrito o verbalmente) que ésta sólo imperaba hasta las llamadas líneas de amistad, fijadas al oeste de las Azores y al sur del trópico de Cáncer. A partir de ahí la única ley era la ley del más fuerte y, del mismo modo que los franceses practicaban el corso, los españoles consideraban las aguas como propias por derecho de descubrimiento, por lo que cualquier barco navegando sin permiso (lo que venían a ser todos los que no fueran españoles) era una presa legítima.

Patente de corso concedida durante las guerras napoleónicas (fuente).
Con este papelito podías asaltar, matar, quemar y robar de manera legal y por el bien de tu país.

Pero (sigo con mis dudas), si los españoles prohibían el comercio con extranjeros en sus territorios, ¿qué hacían allí estos comerciantes? Porque digo yo que si se molestaban en fletar un barco y llenarlo de mercancía algo pensarían sacar a cambio. Claro, que donde unos leen comercio otros entienden contrabando; no era difícil encontrar quien estuviera dispuesto a hacer negocio con bienes difíciles de encontrar o demasiado caros de conseguir legalmente en las colonias. Además hay que tener en cuenta que había comerciantes franceses con unos métodos de venta que podríamos clasificar, digamos, como algo agresivos.

Todo empezaba con un desembarco bien ruidoso, donde no faltaran gritos y disparos al aire, y que terminaba con la toma de unos cuantos rehenes. Tras esto los comerciantes sacaban su mercancía y empezaba el negocio de verdad. Aquí la población local tenía dos opciones: podía prestarse a comerciar con la coartada, caso de que más adelante aparecieran por allí las autoridades, de que no habían tenido otra opción para no poder en peligro a los cautivos; o podía permanecer leal a la corona y negarse a entrar en el juego. Claro, que en ese caso se arriesgaban a que los comerciantes se dedicaran a tomar todo lo que les interesara antes de marchar. Eso sí, dejando tras de sí lo que considerasen oportuno como pago, que no somos piratas.

Este comercio resultaba bastante arriesgado. Para los españoles cualquier barco que entrara en lo que consideraban sus posesiones era considerado como una presa. Si lograban capturarlo debían juzgar sobre la marcha si habían prendido a un pirata o un contrabandista. En caso de contrabando (y para ellos contrabando significaba cualquier tipo de comercio) se confiscaba barco y mercancías, pero se respetaba la vida de los marinos (habitualmente). Por eso no era de extrañar que si les preguntaban qué les había traído por allí todos los capturados dijeran al tiempo: "¡Comercio! ¡Comercio!". 

¡Se lo juro, señor capitán, somos honrados comerciantes! (En realidad son los piratas de secano de la serie Galavant).

Había algunas pistas que podían ayudar al capitán que se enfrentaba a una decisión tan peliaguda (y muchas veces irreversible). Por ejemplo, la existencia de soldados entre la tripulación solía ser un indicio bastante definitivo. O de trompetistas. No porque los marineros españoles tuvieran ninguna animadversión especial hacia la música francesa, sino porque la costumbre de la época era que se llevaran para insuflar ardor guerrero a los asaltantes. Aunque con el paso del tiempo se recurriría a otro método, un poco más de andar por casa, para decidir cómo tratar a los capturados: se les pedía que recitaran una oración. Si no eran capaces estaba todo claro: eran protestantes, y por tanto piratas, y no había que mostrar compasión hacia ellos. La explicación es que, conflictos religiosos aparte, eran precisamente los puertos franceses de mayoría protestante los que con más interés se dedicaban a armar barcos para el corso.


Por amor al comercio


La separación entre comercio y corso era bastante porosa. Para empezar esa imagen de piratas dueños de su barco y sin rendir cuentas ante nadie que nos ha dejado el cine y la literatura era bastante poco habitual. Armar un barco para el corso resultaba bastante caro. Era, por tanto, una inversión importante que sólo podía afrontar burgueses bien situados, ya fueran solos o formando una sociedad. Estos inversores eran los encargados de contratar al capitán que era, a todos los efectos, empleado suyo, lo que podía llevarle a enfrentamientos serios con su tripulación, que solía enrolarse a cambio de una parte del botín. Después de retirar la parte de los inversores, claro.

Y eso teniendo en cuenta que lo habitual era que las presas fueran escasas o de poco valor. Si las había. Lo normal era que después de estar varios meses en el mar se volviera con apenas lo justo para pasar unos cuantos días de juego y borracheras y vuelta a embarcar. Sin embargo a veces la suerte sonreía (visto desde el punto de vista francés) y se conseguía una presa con la bodega bien cargada o se asaltaba una ciudad medianamente acaudalada. Eso podía ser el pasaporte para salir de ese mundo: los marineros podían abrir algún taller o pequeño negocio, mientras que había capitanes afortunados que invertían sus ganancias en una plantación o compraban propiedades en la metrópoli desde donde, eventualmente, seguía participando en el corso, directamente o como inversor.

Eran muchos los beneficiados por el corso (después del rey, claro, que conseguía no sólo distraer fuerzas españolas, sino que además cobraba impuestos por ellos). Los gobernadores de las colonias del Caribe solían armar ellos mismos expediciones o tomar parte como inversores (por no hablar de los impuestos sobre las capturas que se perdían por el camino). Los comerciantes locales se aprovechaban de mercancías a bajo precio. Y finalmente estaban los dueños de las tabernas u otros negocios donde los marineros se lanzaban a gastar su botín.

Pero esta vida de robos y excesos estaba bien en los comienzos, cuando el levantar una colonia en un entorno hostil necesitaba de hombres faltos de remilgos (y escrúpulos, se podría añadir). Cuando las cosas empezaron a ir mejor y subir el nivel de vida fueron los herederos de los comerciantes que se habían beneficiado del corso los que contribuyeron a acabar con él.

Pyle pirates burying2
Cine y literatura nos han acostumbrado a la imagen del pirata enterrando un abundante tesoro. Esto, al menos en el caso del corso, era algo poco común. Lo habitual era que una expedición diera lo justo como para ir tirando hasta la siguiente, y a veces ni eso. Aunque siempre podía sonreírte la suerte (dibujo de Howard Pyle).

A finales del siglo XVII los intereses franceses estaban ya bien asentados en el Caribe, y este tipo de empresas habían pasado de ser aplaudidas a convertirse en un estorbo. Para los honrados comerciantes o dueños de plantaciones franceses, el que hubiera agentes libres asaltando los barcos o ciudades del país con el querías hacer negocios no dejaba de dar un poco de mal rollo. Y eso sin hablar de que una represalia española indiscriminada podía dejarte sin un cargamento o con una plantación incendiada. Por ello fueron los comerciantes los que, tras haber disfrutado durante años de sus beneficios, presionaron ante Luis XIV para lograr el final del corso.

Final que también se dio por el lado inglés y llevó a que muchas tripulaciones se quedaran ante la disyuntiva de volver a los oficios de los que habían escapado en busca de fortuna, o dejar de lado la ley para continuar con su oficio. Este fue el inicio de la edad de oro de la piratería que abarcaría el comienzo del siglo XVIII. Pero eso ya es material para otra historia.

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