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martes, 16 de abril de 2013

Overbooking

Hoy os traigo una historia real que me contó un amigo de su protagonista hará unos quince años. Con el tiempo he ido olvidando la mayoría de los detalles, dejando sólo sus hechos más relevantes. Es una de esas anécdotas que nos enseñan lo inútil que es aventurar dónde estaremos dentro de unos años y que lo único que podemos saber de nuestro futuro es que aún no ha sucedido.

Fotografía de EclatDusoleil. Vía  morgueFile.

La historia, tal y como la contaron, empieza en un aeropuerto de la costa este de Estados Unidos. Allí una joven pareja espera el avión que los lleve de vuelta a casa. No recuerdo si el viaje había sido de negocios o placer, pero no debían tener ganas de acabarlo porque, cuando anunciaron que su vuelo sufría overbooking, decidieron presentarse voluntarios para quedarse en tierra.

La compañía les ofreció volver a España al día siguiente, pagándoles la noche en un buen hotel y creo que una aún mejor cena. Cuando embarcaron al día siguiente, además de la alegría por ese pequeño tiempo extra, también llevaron consigo unos vales de viaje por cuenta de la aerolínea.

No sé cuánto tiempo pasó desde que el deseo de prorrogar un viaje juntos se convirtió en la imposibilidad de seguir compartiendo la vida. En cualquier caso, no más de lo que tarda en caducar el regalo de una línea aérea. Buscando tal vez dejar atrás los recuerdos o tomar aire antes de seguir adelante, ella pensó que aquel era el momento para disfrutar en soledad del viaje que no habían llegado a hacer juntos.

No recuerdo el motivo de la elección, ni si llegaron a contármelo. Quizás siempre había querido ir allí. Es posible que teniendo todo el mundo a su disposición no pudiera evitar caer en el cliché de dejar caer su dedo sobre una bola del mundo en pleno giro. O tal vez fue el aire de lejanía y misterio de su nombre lo que le hizo acabar en la Patagonia.

De lo que podemos estar casi seguros es que cuando hizo las maletas no pensó que haría amistad con un guía de uno de los barcos que llevan turistas a ver cetáceos, que se enamorarían y que acabaría viviendo con él y ayudándole en su trabajo de fotógrafo submarino, a un mundo de distancia de su antiguo hogar y de aquel aeropuerto donde, sin ser consciente, había dado el primer paso hacia una nueva vida.

Fotografía de Mathew Hull. Vía morgueFile.

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